Una profesión y una formación en expansión
A mediados de siglo XX, la mayoría de responsables de organizaciones culturales procedían del ámbito artístico o patrimonial; eran antiguos actores, conservadores de museo, bailarines, directores literarios o de cine sin conocimientos específicos de administración ni de las dinámicas de gestión de equipos o de obtención de recursos. Pero a medida que el número de iniciativas y de organizaciones culturales aumenta y la acción de la administración pública crece y se descentraliza, la demanda de profesionales eficientes y de calidad también lo hace. De esta forma, en la mayoría de países occidentales la necesidad y la consecuente demanda de formación y reciclaje de gestores culturales empieza a ser patente.
En 1960, Vjekoslav Afrić, decano de la Academia de Teatro, Cine, Radio y Televisión de Belgrado pone en marcha el que será la primera titulación universitaria en gestión cultural de la que se tiene noticia (Dragićević Šešić 2009). Este programa, y el departamento del que depende, continúan existiendo hoy en la Facultad de las Artes de la capital Serbia. Su objetivo consistía en facilitar la puesta en marcha de los proyectos de los alumnos de dirección escénica y audiovisual con la formación de los futuros organizadores y productores de actividades culturales. Hacia la misma época, a mucha distancia de allí, conceptual y geográfica, la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), pone en marcha un programa de administración de las artes, en la actualidad desaparecido, centrado en el desarrollo de las entidades artísticas no lucrativas. En este programa, la captación de recursos y las estrategias de marketing tenían, lógicamente, mucha más importancia.
Cabe tener en cuenta que la década de los sesenta representa tanto para los países comunistas como para las democracias occidentales un momento de explosión del ámbito cultural, de sus proyectos e infraestructuras. Teatros, museos, auditorios o casas de cultura, así como los centros y las empresas de producción necesitaban profesionales capaces de planificar los proyectos, coordinar sus equipos, gerenciar los recursos disponibles y diseñar e implementar las funciones de difusión cultural. Todo ello cuestiones ajenas a las prácticas artísticas o a la conservación del patrimonio, campos que contaban desde hacía décadas con estudios académicos reglados en las escuelas artísticas, los departamentos de estética o los estudios de museología. Evidentemente, el perfil profesional requerido podía cambiar en relación a la función más ideológica o de producción técnica exigida en los países de Europa del Este, la exigencia de democratización cultural ligado al naciente estado del bienestar europeo o la orientación más afín al mercado (la necesidad de levantar recursos financieros y de gestionar organizaciones sin fines de lucro) que se daba en Estados Unidos. Pero en todos los casos, el currículum de los programas que lentamente se ponen en marcha contiene un común denominador importante.
Durante la década de los sesenta, diversos centros académicos ponen en marcha unos primeros programas, en algunos casos englobados en formaciones más amplias o como especialidades de campos académicos convencionales. Así, la Universidad de Yale (1966), la City University de Londres (1967), la Academia de las artes de San Petersburgo, en aquella época Leningrado (1968), o el año siguiente la Universidad de York en Canadá o la Wisconsin-Madison de Estados Unidos ofrecen cursos especializados (Dewey 2004, p. 28). Esta sucesión de programas impulsará el nacimiento en 1975 de la Association of Arts Administration Educators (AAAE). Dicha entidad, con base en Estados Unidos, se convierte en un foro de comunicación e intercambio entre sus miembros y ejerce una notable influencia de legitimación en el ámbito institucional, académico y profesional en favor de la educación formal de los administradores artísticos (Martin 2000, p. 123). La asociación promueve, asimismo, la publicación de libros y materiales didácticos, así como la divulgación de investigaciones en dicho campo. De alguna forma, el nacimiento en esta misma época de algunas revistas y congresos académicos especializados (como el Journal of Cultural Economics en 1977), forman parte de un movimiento que no parará hasta nuestros días.
En Europa Occidental, con un sistema de educación superior más atado a los departamentos y a las disciplinas académicas tradicionales, el proceso de puesta en marcha de programas universitarios específicos no tomará fuerza hasta la década de los ochenta. Sin embargo, la necesidad de muchas administraciones públicas de formar a su propio personal y a los profesionales con los que se relacionan llevará a impulsar programas de muy diverso formato antes de que las universidades lo asuman. Algunos gobiernos, como el británico, tienen clara la la necesidad de formar a gestores culturales, unos profesionales capaces de: “comprender plenamente las necesidades del artista, así como tener un conocimiento de contabilidad y leyes, dominar los problemas de organización y de comunicación” (Arts Council of Great Britain 1972). En la medida que pocas universidades asumen este reto, la iniciativa formativa será asumida desde las escuelas de administración pública o a través de la puesta en marcha de centros especializados. Algunos de estos cursos de iniciativa gubernamental, en particular los de formato más ambicioso y largo, terminarán por dar pie al nacimiento de programas universitarios dada la necesidad de acreditación y para impulsar un cuerpo docente e investigador permanente y profesional. Este será el caso, por ejemplo, de los programas de gestión cultural de Lyon o de Barcelona, iniciados respectivamente por el ARSEC[1] y el CERC[2], para terminar siendo asumidos a finales de los ochenta por la universidad pública. Finalmente, algunas iniciativas nacen de forma independiente o impulsada desde asociaciones gremiales o profesionales.
El Consejo de Europa jugará un papel importante para que a finales de los ochenta se multiplique la oferta universitaria y arraigue la cooperación a escala continental. Bajo sus auspicios, en 1987, se realiza en Hamburgo un primer encuentro titulado “Cultura: administración y acreditación”. Acompañando el lanzamiento de nuevos programas, en 1992 se pone en marcha la Red europea de centros de formación en gestión cultural (ENCATC), y proliferan los intercambios Erasmus entre universidades. La caída del muro, propiciará asimismo la cooperación con el Este, e instituciones como el Open Society Institute y la Fundación Europea de la Cultura ayudarán la consolidación de un sector cultural independiente con el apoyo a programas de formación de sus profesionales en Europa Oriental, el Cáucaso y Asia Central (Dragićević Šešić & Dragojević 2005).
En paralelo, se instauran los congresos internacionales bianuales de investigación en gestión cultural, con una primera edición en Montreal en el año 1991.[3] Estos encuentros se suman a los de economía, sociología y políticas culturales, las tres grandes disciplinas académicas que constituyen el núcleo investigador de los programas.
En América Latina, las universidades no ponen en marcha programas específicos en gestión cultural hasta mediados de la década de los noventa y no se expande su oferta hasta inicios del siglo XXI. Pero dos iniciativas previas, sin continuidad posterior, merecen ser destacadas por su importante impacto a escala regional. Por un lado, la Fundación Getulio Vargas que lidera un programa de formación de altos responsables gubernamentales. Por el otro lado, el CLACDEC de Venezuela, que con una amplia oferta de cursos de temática y duración muy diversa formará diversas generaciones de profesionales latinoamericanos. Estas iniciativas, así como el posterior programa de la Universidad Nuestra Señora del Rosario (Bogotá, Colombia), contarán con generosas becas de organismos internacionales, hecho que fomentará no solo un profesorado internacional sino también una amplia representación regional a nivel del alumnado. Más allá de estas iniciativas, la mayoría de programas –universitarios o gubernamentales– puestos en marcha a partir de estas fechas a lo largo de todo el continente atenderán casi exclusivamente a necesidades nacionales o provinciales. Solo la OEI, el Convenio Andrés Bello, la OEA o la AECID auspiciarán directa o indirectamente algunos cursos con integrantes internacionales o programas de cooperación interuniversitaria. Dichas iniciativas se complementan con los intentos de mantener una red regional de centros de formación en gestión cultural, Iberformat, que no llega a consolidarse. Este intento, así como la red de cátedras Unesco, no logran arraigar debido a la debilidad institucional y financiera de muchos programas, a la excesiva dependencia de los fondos y las voluntades internacionales, y/o al gregarismo de los núcleos fundadores.
Otra cuestión, de no menor importancia, son las influencias que dichos programas reciben de otros centros de formación o escuelas de pensamiento. El contenido, las aproximaciones, las metodologías y el propio perfil de los docentes son el resultado de la particular lectura que cada director o responsable de curso realiza de las necesidades locales y de los modelos que a él o ella influyeron, matizados por las circunstancias institucionales de cada programa. El lugar de formación del director y de los principales docentes acostumbra a tener una importancia inspiradora notable. Por mi experiencia personal, la influencia que ejercen los modelos de gestión generados en Barcelona y que han difundidos los docentes catalanes sobre la gestión cultural latinoamericano es grande. Otras universidades españolas, francesas, británicas y norteamericanas jugarán papeles asimismo importantes para algunos docentes. Todo ello matizado por la disciplina académica y la realidad institucional.
En síntesis, el número de programas no parará de crecer a escala internacional: “En 1980, aproximadamente treinta universidades cuentan con un programa de gestión cultural (la mayoría en Norte-América y Europa). Este número de programas alcanza los 100 en 1990, y en una contabilización realizada en 1999 el número total de programas es ya cercano a los 400” (Evard & Colbert, 2000, p. 11). La primera década del siglo XXI experimentará un crecimiento aun mayor, alcanzando buena parte del planeta. Sin disponer de datos numéricos, la presencia de profesores y egresados procedentes de instituciones de los cinco continentes en los diversos congresos académicos y profesionales en la materia muestran la universalización de la profesión.
La formación no puede deslindarse de la propia evolución del sector artístico y patrimonial, tanto en lo que se refiere a los ámbitos o subsectores concernidos, a la institucionalidad dominante (peso protagónico o no de la administración pública respecto del mundo no lucrativo o de la lógica empresarial), y a los paradigmas ideológicos o académicos dominantes. DiMaggio, en el primer estudio sociológico sobre la profesión de gestor cultural, observa tres orientaciones distintas, a veces complementarias, otras separadas, que alinean asimismo buena parte de los programas formativos: “una orientación estética, reflejo del capital simbólico específico del arte (en el sentido de Bourdieu), una orientación en gestión, basada en la búsqueda de la eficiencia y orientada al mercado, al crecimiento y a la medición de la acción, y finalmente, una orientación social, referida a la educación y al público” (DiMaggio 1987, p. 74). Estas tres orientaciones tienden a diluirse en la medida que el compromiso social adquiere una dimensión más transversal, o que la necesidad de maximizar resultados con los mínimos recursos posibles se impone como paradigma dominante, sin que ello altere el proyecto estético.
Evidentemente, cada realidad local, nacional o regional es distinta, no solo porqué los respectivos sistemas culturales sean diferentes y la formación intente dar respuesta a los mismos (las particularidades de la cultura local y de su cultura organizativa condicionan los modelo de financiación y institucionalidad dominante), sino también porque la regulación educativa y las tradiciones académicas difieren entre sí.
Cada programa formativo, desde su denominación a su formato, contenido, metodología y perfil de profesorado, incluyendo la decisión sobre el idioma de impartición, es el resultado de un conjunto de factores que se sintetizan en el esquema siguiente:
La estructura del sistema educativo es un primer factor a tener en cuenta, pues condiciona la puesta en marcha de nuevos programas, en particular cuando rompen con las lógicas académicas e institucionales dominantes. Por esta razón, muchos programas empezaron por cursos de corta y mediana duración, a menudo fuera del sistema educativo reglado. Y, cuando se insertan en el sistema universitario, la mayor flexibilidad de los programas de postgrado para incluir contenidos especializados y miradas interdisciplinares explica que, en prácticamente todos los países, los cursos se aborden en dicho nivel. La formación de grado proporciona una base de conocimientos que permite abordar mejor, desde el nivel postgrado, la especialización de una profesión que debe lidiar con lógicas complejas e interdisciplinares. Por otro lado, desde un punto de vista orgánico e institucional, bastantes programas terminan encuadrándose en las ofertas de los centros universitarios de educación permanente, pues éstos admiten más flexibilidad que las carreras de grado y postgrado convencionales, permiten incorporar profesionales en activo y estar más orientadas al mercado y a sus necesidades.
Lógicamente, la demanda potencial ejerce un papel importante, tanto porqué hay programas que se perciben más atractivos que otros, como por su potencial en términos de empleo, recorrido o carrera profesional y nivel de remuneración futura. De todas formas, la remuneración media percibida por un gestor cultural profesional acostumbra a ser inferior al de otras profesiones con niveles de estudios y de responsabilidad asimilables, como mínimo en el caso español (Carreño 2010). Esto se explica no solo por la precariedad económica de buena parte de la actividad cultural, su mayor dependencia de instituciones gubernamentales o no lucrativas con niveles de salarios medios a nivel directivo inferiores al del sector lucrativo, sino también por el mayor compromiso y empatía que dichas actividades ejercen sobre sus profesionales, cosa que les hace menos sensibles a dicha variable. En Europa y América del Norte ésta es una actividad con fuerte presencia femenina, donde los jóvenes profesionales presentan niveles educativos y culturales más elevados que la media. Probablemente exista una correlación entre el género, el alto nivel de estudios y el menor nivel retributivo del sector.
Por lo que se refiere a los contenidos, en un primer periodo histórico, la mayoría de cursos se centró en la gestión de las artes (y más minoritariamente de los museos), hecho que explica el predominio de dichas palabras en los títulos y el currículo de muchos programas nacidos en las décadas de los sesenta y setenta. En estos programas, el peso de los contenidos estéticos o humanísticos se situaba jerárquicamente en un nivel superior al de los contenidos gerenciales, que se percibían como instrumentales. El ámbito o alcance sectorial también era mucho más estrecho que el que se consolidó más adelante, pues la transversalidad de la profesión no se percibía tan clara, y a menudo entraba en conflicto con los conocimientos, especialización y ámbito de referencia de los docentes.
Hacia la década de los ochenta, a medida que los límites del concepto de cultura se expanden y las políticas culturales y el objetivo del desarrollo cultural toman cuerpo, muchos programas sustituirán el término arte por el de cultura, y algunos incluirán la palabra desarrollo (en particular aquellos bajo la influencia de la Unesco). En otros casos, la tensión se dará entre los términos gestión y administración. Uno u otro uso no solo está en función de la tradición de cada palabra en los distintos países o idiomas, sino también de la orientación de la institución docente, más próxima al mundo de la administración pública, de la vieja administración gerencial o del management y la planificación estratégica. En Francia, por ejemplo, se acuñan términos nuevos –como mediación o ingeniería cultural– que no llegan a generalizarse ni prácticamente influir en otros países (Mollard 1999). En este sentido, las justificaciones utilizadas para escoger cada término, una vez comparadas entre sí, pueden llegar a presentar contradicciones fuertes, pues dependen del contexto histórico, institucional o disciplinar propio de cada país.
En todo caso, la influencia de los centros formativos situados en países emblemáticos, o el predominio del inglés como idioma internacional por antonomasia (y en menor medida del francés en sus áreas de influencia) juegan un papel creciente. Esto aún es más evidente cuando los programas en lugar de impartirse en el idioma local toman el inglés como lengua vehicular, situación que está aumentando en Europa con el objetivo de captar alumnado internacional. En dichos casos, tanto por la bibliografía y los casos docentes utilizados, como por la propia experiencia de un alumnado más diverso nacionalmente, los referentes y la reflexión conceptual tienden a homogeneizarse. Por otra parte, muchos programas son miméticos o buscan la legitimación internacional para justificar las opciones escogidas. Caso aparte es el de los programas orientados a la cooperación y gestión cultural internacional, pues por su propio contenido toman las grandes lenguas internacionales como coiné de referencia. En estos casos, su asimétrico compromiso ideológico con el desarrollo cultural, la cooperación en redes, el intercambio y la difusión artística o la diplomacia cultural marcarán las diferencias (Dewey & Wyszomirski 2007).
Otra cuestión, no menor en la medida que la mayoría de programas de larga duración se dan en un marco universitario, es el papel que adquiere la escuela que lo acoge y las disciplinas académicas en ella dominantes. Esto no solo influye en la denominación de los títulos, sino también en los contenidos, formatos, metodologías y referentes conceptuales de los diversos cursos. El profesorado, sus intereses, marcos de referencia o conocimientos, también influyen en los contenidos de los programas, pues uno enseña aquello que conoce o cree importante. Finalmente, la realidad de la vida cultural o de la cultura política de cada país tiene un peso no menospreciable. En aquellas regiones con políticas culturales asentadas e influyentes, la materia homónima tiene un peso mucho más intenso que los países que la presencia gubernamental es más marginal.
En todo caso, la evolución temporal de la denominación de los programas es resultado de la confluencia dinámica de todos dichos factores. En algunas ocasiones pretende expresar modernidad con la incorporación de conceptos nuevos o atractivos (un ejemplo recién sería la inclusión de los términos emprendedurismo o industria creativa, bien como añadido o substituyendo las denominaciones tradicionales de arte y cultura). En otros casos, el título es fruto de la negociación entre sus diversos promotores (servicios gubernamentales, asociaciones profesionales, escuelas y departamentos universitarios, cada uno de ellos con sus propias miradas y tradiciones). La yuxtaposición de intereses, a menudo trasladada en títulos cargados de palabras inconexas, no siempre acierta a ser coherente y hasta comprensible para los potenciales estudiantes. Así, a menudo, se contraponen o yuxtaponen las preocupaciones, saberes o visiones de las artes y las humanidades frente a la de las escuelas de negocios. En otras ocasiones, la lógica industrial-gremial domina a la político-administrativa, o viceversa. En el primer caso abundan los enfoques instrumentales o prácticos frente a los más conceptuales de la academia. En los programas de iniciativa gubernamental, tienen una mayor importancia el estudio de las políticas culturales y de los aspectos jurídicos y procedimentales.
En la actualidad, la mayoría de programas de formación en gestión cultural combinan un conjunto de miradas disciplinarias, de contenido más conceptual, con una visión más específica de orden territorial, de análisis de experiencias prácticas, todo ello bajo un eje vertebrador dominante centrado en el diseño estratégico y el desarrollo de proyectos. El currículo acostumbra a incluir diversos marcos teóricos –predominantemente antropológicos, sociológicos, politológicos o económicos–, que permiten comprender mejor el comportamiento del entorno socio-político y económico, y la realidad artístico-cultural de la sociedad donde se trabaja. A esto se añade la realización de estudios de caso, estancias de prácticas en instituciones culturales, o viajes a otras ciudades o al extranjero para analizar una diversidad de lógicas de producción, difusión o participación. El diseño de ejercicios y juegos de simulación son utilizado para facilitar tanto la comprensión de los modelos de negocio (públicos, lucrativos o no lucrativos) o los modelos producción, como para el desarrollo de competencias o la comprensión de las diversas lógicas de intervención. Finalmente, las materias más instrumentales o de gestión, no pretenden formar contables o juristas especializados en el sector cultural, sino a profesionales generalistas pero con criterio y conocimientos suficientes en la materia como para encargar, dirigir y valorar los estados contables, las características de un contrato o el diseño de una campaña de comunicación.
La demanda de formación acostumbra a aparecer cuando una actividad profesional emerge, se generaliza y consolida. La profesión de gestor cultural no es una actividad nueva puesto que ya en las antiguas cortes o con el auge de la burguesía como clase dominante y el nacimiento de los estados-nación ha habido gerentes de teatro o directores de museo. Durante el siglo XX, la consolidación de la presencia del estado en las grandes instituciones artísticas, la mejora del nivel educativo general y el consecuente crecimiento de la demanda de bienes y servicios culturales, la industrialización de la cultura de ocio, y la estructuración de un sector cada vez más internacionalizado llevan a la aparición de una profesión autónoma, hoy plenamente reconocible y legitimada. La administración de los equipamientos e instituciones culturales pasa a ser una actividad que no puede dejarse solo de la mano de un director artístico, por mucho que algunos de ellos hayan llegado a ser grandes gestores. La función de gerencia toma un carácter específico, se generaliza, consolida y adquiere un reconocimiento claro en el interior de las propias organizaciones artísticas y de los servicios gubernamentales que las supervisan. Medio siglo de recorrido profesional y de experiencia formativa permiten hablar hoy de un campo académico propio plenamente consolidado (Dewey 2004).
Sin embargo, como cualquier otro campo social, su configuración es dinámica. En Europa, el perfil dominante de gestor cultural evoluciona con la transformación de los modelos de intervención gubernamental tradicionales. Durante la última década del siglo XX, la búsqueda de modelos más eficientes de gestión pública conlleva la potenciación de un sector independiente y comercial de producción e intermediación cultural complementario. Los recursos públicos dejan de invertirse únicamente en los servicios de titularidad y gestión pública, o en el apoyo más marginal a las actividades ciudadanas de tipo no lucrativo. La crisis económica, con su reducción de recursos gubernamentales al sector y el debilitamiento del consumo cultural, conlleva una mayor exigencia de eficiencia en la gestión de los recursos, con un énfasis en la obtención y diversificación de las fuentes de financiación. También repercute en la responsabilidad social de los proyectos culturales. Todos estos aspectos tienen su efecto en los programas formativos, tanto en la reflexión con los alumnos como en los aspectos instrumentales específicos que dan respuesta a los nuevos retos.
Otra cuestión, es el peligro potencial de desajuste entre el mercado formativo (entre demanda y oferta de formación) y el mercado laboral. En la medida que el mercado cultural y de ocio se expande y que la creatividad, las artes y el patrimonio jueguen un papel creciente como factor de desarrollo y de competitividad territorial, es posible que el potencial desajuste entre ambos mercados no se dé. En los países en crisis, la debilidad de la demanda y la reducción de los presupuestos públicos dedicados a cultura decrece, con que el mercado laboral y en consecuencia el formativo se ven afectados por ello.
En los países en vías de desarrollo el problema es otro: el desajuste entre estructuras jerárquicas y/o clientelares que no facilitan el acceso a puestos de alta responsabilidad a los jóvenes profesionales formados. La educación es un reto para la competitividad del sector de las artes y el patrimonio, una necesidad para lograr un nivel de servicios y productos de mayor calidad, más eficientes, rigurosos e imaginativos.
Los programas de formación en gerencia deben ser concientes de las limitaciones de la formación en si misma y centrar su esfuerzo más en la enseñanza de las metodologías de gestión que en la transmisión de conocimientos teóricos. Su principal función es la de ayudar a que el contenedor experiencia-conocimiento-cualidades personales llegue a cuajar en el número más grande posible de alumnos. No siempre un buen estudiante será un gran profesional y todos conocemos a personas sin formación que son un genio de la gerencia. Nuestra misión como educadores debe ser la de transmitir conocimientos, experiencia e información, y la de orientar, ampliar perspectivas e incitar el entusiasmo ante una actividad llena de retos. En especial cuando lo que se trata de gestionar es algo valorado por la sociedad más por su valor simbólico que por su posible valor material.
El gestor cultural es alguien que está confrontado diariamente con la necesidad de conciliar los imperativos prácticos y financieros de la organización de la que es responsable con las exigencias artísticas tanto internas (de su propio personal y de las instancias políticas o de supervisión de la institución) como externas (de un mercado cada vez más competitivo y acostumbrado a niveles de calidad crecientes) de sus proyectos. El riesgo a asumir, personal y profesional, es elevado, probablemente solo superado por el del artista que arriesga su prestigio cada vez que sale al escenario o que presenta una nueva producción (Colbert 1989). En comparación con la gerencia de otros productos, el gestor cultural debe tolerar una mayor ambigüedad en las formas de producción, en el diseño y el posicionamiento del producto en el mercado