Este breve artículo retoma el debate sobre la especificidad de la gestión cultural contemporánea, entendida como un conjunto de procesos que aportan valor a los proyectos y a la producción de bienes y servicios en el sector de la cultura. En particular, se trata de distinguir la gestión cultural de otros tipos de gestión, como una contribución a la consolidación de esta (relativamente) nueva actividad profesional.
A medida que transcurre el siglo XXI, la comprensión sobre el rol de la cultura [1] en los procesos de desarrollo social se extiende y se profundiza, lo cual ha permitido encontrar relaciones entre ésta y otros sectores de actividad que, hasta poco tiempo atrás, eran desconocidas. Por ejemplo, como una reacción natural a las tendencias a la uniformización que la globalización ha traído consigo, cada sociedad o grupo social trata de encontrar los elementos singulares que lo distinguen de los demás y que, a la vez, le sirven como factor de unidad y consolidación. Así los conceptos de diversidad e identidad se vinculan ahora, más estrechamente, a la cultura. Por otra parte, la producción y el comercio internacional de bienes y servicios basados en las artes, o en otras actividades del sector cultural, han crecido de manera exponencial a lo largo de la pasada década. Este crecimiento ha convertido a las denominadas industrias culturales y creativas en un sector económicamente relevante y ya, en varios países desarrollados, su aporte al PBI es equivalente al de los principales sectores productivos [2]. Esas industrias crean empleo de calidad, movilizan la actividad económica, son sustentables desde un punto de vista ecológico, y sus externalidades son mayoritariamente positivas para el entorno social donde se hayan implantadas. Así, a partir de las industrias culturales y creativas, la cultura ha desarrollado nuevos vínculos con la economía y la administración.
En la actualidad, tanto la dimensión social como la dimensión económica de la cultura atraen la atención de los poderes públicos que, más allá de sus orientaciones ideológicas particulares, ven en ella un nuevo recurso o herramienta para lograr tanto objetivos políticos como económicos y sociales, como bien describe Yúdice (2002). Al mismo tiempo, a los sectores productivos tradicionales, basados en la transformación de materias primas, se suman nuevos sectores cuya producción es valorada por lo que posee de singular y simbólico. Este cambio en los sistemas productivos, sostenido y complementado por la revolución tecnológica asociada a las telecomunicaciones, ha dado lugar a lo que se conoce como Economía Creativa, cuyos productos están basados en el conocimiento y la creatividad. Todo este proceso, en definitiva, cambia el paradigma de la cultura, y lo aleja definitivamente de aquella concepción que la limitaba a las artes y al patrimonio histórico o artístico (las artes, más allá de su disfrute, se comprenden también como una ventana directa a la cultura, porque a través de ellas se pueden conocer las costumbres, los valores y otros aspectos que caracterizan a un pueblo o un grupo social).
Una de las consecuencias de este cambio de paradigma ha sido la aparición dentro del campo cultural de nuevas actividades que, a su vez, dan lugar a nuevas profesiones y puestos de trabajo. En muchos casos el ejercicio concreto de ellos está basado en la realización de tareas de gestión [3] de distinta complejidad. Esto sucede especialmente en la dirección y en los distintos niveles gerenciales de las organizaciones del campo cultural, pero también alcanza a profesiones como la curaduría, la docencia o actividades como la producción, la comunicación y la comercialización entre varias otras. Como todas ellas, más allá de sus particularidades específicas, tienen lugar en lo que denominamos el “sector de la cultura”, a las tareas de gestión que se realizan allí se las reconoce naturalmente con el denominador común de gestión cultural.
Sin embargo, además de ser tareas que se realizan en el sector cultural, la gestión cultural parece incluir siempre, de una manera más o menos explícita, otras características particulares que hacen de ella un tipo especial de gestión. Son varios los esfuerzos que se han realizado para intentar conceptualizar y definir esas características. Siguiendo la evolución en el tiempo de esas aproximaciones conceptuales, hace ya más de una década Alfons Martinell decía que “La gestión cultural no la podemos definir como una ciencia, ni se puede contemplar dentro de un marco epistemológico propio, sino que es fruto de un encargo social que profesionaliza a un número considerable de personas en respuesta a unas necesidades de una sociedad compleja. Esto le da una perspectiva pluridisciplinar muy importante que no podemos olvidar, pero reclama que el propio sector realice las aproximaciones necesarias para la construcción de un marco teórico y conceptual de acuerdo con las necesidades propias de esta función”, y añadía además: “en el sector cultural, gestionar significa una sensibilidad de comprensión, análisis y respeto de los procesos sociales en los cuales la cultura mantiene sinergias importantes. La diferencia entre la gestión genérica de cualquier sector productivo se encuentra en la necesaria capacidad de entender los procesos creativos y establecer relaciones de cooperación con el mundo artístico y sus diversidades expresivas. La gestión de la cultura implica una valoración de los intangibles y asumir la gestión de lo opinable y subjetivo circulando entre la necesaria evaluación de sus resultados y la visibilidad de sus aspectos cualitativos” (Martinell, 2001).
Un par de años después, el Presidente de la Asociación de Gestores Culturales de Cataluña señalaba: “aunque los gestores culturales utilicen las mismas técnicas de gestión que otros profesionales, pueden incidir poco o nada sobre las características del producto. La misión del gestor cultural no es modificar o hacer más comercial la obra (como a menudo se acusa), sino encontrar el mercado adecuado para la misma combinando adecuadamente el resto de las variables de la gestión (precio, canal de venta, promoción), de forma que se maximice el beneficio derivado del intercambio entre el artista y el cliente” (Bernárdez López, 2003).
Más cerca en el tiempo, Adolfo Colombres, antropólogo argentino autor de manuales sobre gestión cultural, señala que “una primera definición que nos acerca a las posibilidades de la palabra (gestión cultural) es que si bien ésta está relacionada con la administración, con la obligación de rendir cuentas también implica dar origen, generar, producir hechos, conducir, realizar acciones.” (Colombres, 2009).
En la introducción del excelente trabajo “Profesionalización de gestores culturales en Latinoamérica. Estado, universidades y asociaciones”, José Luis Mariscal Orozco señala que “al gestor cultural lo podríamos ubicar (…) como un agente especializado en el diseño y desarrollo de la acción cultural” (Mariscal Orozco, 2012).
Como se observa en los ejemplos, extraídos de textos escritos por gestores culturales de larga trayectoria y gran experiencia, definir la gestión cultural es, en primer lugar, una tarea compleja. Una de las razones para que esto ocurra es que los abordajes se realizan sobre el mismo objeto pero desde perspectivas disciplinarias distintas (los gestores culturales tienen distintas profesiones de base) por lo cual todos, desde su propia perspectiva disciplinaria, realizan aportes que nos acercan a una definición de la gestión cultural, pero no llegan a agotarla. A esos esfuerzos, nos parece relevante añadir un concepto que utilizan distintas disciplinas, y que tiene una significación central en la economía y en las ciencias de la administración: el concepto de valor. Desde nuestra perspectiva, su consideración facilita el ejercicio y la evaluación de la gestión cultural en la realidad concreta.
¿Qué es el valor? En primer lugar, es una cualidad que poseen todas las cosas en alguna medida, y que las hace más o menos deseables. Los economistas distinguen entre las cosas que se desean porque tienen la capacidad de satisfacer determinadas necesidades humanas, es decir sirven para algo (valor de uso), y aquellas cosas que se desean porque se pueden cambiar por otras (valor de cambio). El valor de cambio se expresa generalmente en dinero, siendo su medida el precio [4]. Como se ve, “el valor económico está relacionado con la utilidad, con el precio, y con la importancia que los mercados y las personas asignan a las mercancías” (Throsby, 2001). Pero en el campo cultural el valor económico no es el único valor que tienen las cosas, sino que podemos identificar además otro tipo de valor en ellas: el valor cultural.
¿Qué es el valor cultural? Para empezar, el valor cultural si bien hace deseables las cosas, es de distinta naturaleza que el valor económico, y no puede ser medido con sus parámetros. Incluso en muchos casos parecería que no es posible medirlo de ninguna manera. Throsby afirma que el valor cultural es “algo múltiple y cambiante que no se puede englobar en un solo dominio (…) es, a un tiempo, variado y variable”. Según su apreciación resulta por lo general muy difícil, y muchas veces hasta imposible traducir el valor cultural en valor económico, pero si es posible desagregar el valor cultural en sus elementos constituyentes más importantes, lo cual permite aproximar una definición del concepto por extensión. Dichos elementos son los siguientes:
- Valor estético: está vinculado con la belleza, la armonía y la forma, entre otras propiedades que puede tener una obra.
- Valor espiritual: refiere a la importancia que la obra tiene para un grupo que comparte una fe o creencia determinada. Siempre según Throsby, “los efectos beneficiosos aportados por el valor espiritual incluyen la comprensión, la ilustración y el conocimiento”.
- Valor social: “aporta una conexión con los demás y contribuye a una comprensión de la naturaleza en que vivimos y a una sensación de identidad y lugar”.
- Valor histórico: “ilumina el presente proporcionando una sensación de continuidad con el pasado”.
- Valor simbólico: “las obras de arte y otros objetos culturales son depositarios y proveedores de significado”.
- Valor de autenticidad: la originalidad y unicidad de la obra u objeto cultural le otorgan un valor especial.
También el economista suizo Bruno Frey (Frey, 2000), menciona algunos valores de la cultura y de las artes que no tienen un precio en el mercado:
- Valor de existencia: la población se beneficia con la cultura, aunque algunas personas no participen en actividades artísticas;
- Valor de prestigio: algunas instituciones, obras y sitios contribuyen al sentimiento de identidad regional o nacional;
- Valor de opción o elección: las personas se benefician con la posibilidad de asistir a actos culturales, aunque no lo hagan;
- Valor de educación: el arte contribuye al bienestar de las personas y al desarrollo del pensamiento creador de la sociedad;
- Valor de legado: las personas se benefician con la posibilidad de legar la cultura a generaciones futuras.
Pasemos entonces a la gestión concreta para focalizar la atención en los procesos de toma de decisión [5]. Veremos allí que toda decisión afecta en alguna medida al valor total, pero lo hace de manera diferente para ambos tipos de valor: tratar de aumentar el valor económico, que es un objetivo muchas veces deseable, puede tanto aumentar como disminuir el valor cultural, mientras que intentar aumentar el valor cultural (lo cual suele requerir por lo general algún tipo de inversión) no siempre garantiza un aumento del valor económico suficiente que justifique la decisión.
Al gestionar una actividad tradicionalmente considerada como cultural, es muy probable que si en las decisiones priman de manera decisiva las consideraciones sobre su valor económico por sobre aquellas relativas al valor cultural, cuando los números “no cierren”, es decir cuando no haya sustentabilidad económica, dicha actividad resultará inviable o insostenible y cesará más pronto que tarde. Ante el mismo caso, la consideración del valor cultural como primordial puede llegar a evitar el cierre de la actividad, si su déficit es asumido por la comunidad o por los poderes públicos, pero también podría darse el caso que se decida intervenir para modificar su valor cultural original con el objetivo de encontrar una ecuación económica que permita su continuidad.
Esa decisión podrá aumentar su valor cultural (por ejemplo mediante acciones de puesta en valor), disminuirlo (por errores de apreciación o de implementación), o cambiar la naturaleza de la actividad (llevándola por ejemplo al campo del entretenimiento). Como se ve, en cualquier caso la gestión que considere el valor cultural incidirá de manera decisiva sobre el valor total del proyecto o producto.
Si se acuerda con esto, se puede definir a la gestión cultural como aquella gestión que toma en cuenta tanto al valor cultural como al valor económico en sus procesos decisorios. En consecuencia, gestor cultural será quien pueda prever el impacto que tiene su accionar sobre ambos tipos de valor, y sea capaz de operar sobre ellos, de manera consciente, para mantener o aumentar el valor total del proyecto o producto a su cargo. Esto implica que, en su tarea diaria, el gestor cultural deberá distinguir entre ambos tipos de valor, y conocer y saber aplicar las herramientas de gestión que en cada caso contribuyan a alcanzar el objetivo deseado. En particular, para poder hacer frente a las tensiones que puede provocar la consideración de uno u otro tipo de valor en el desarrollo del proyecto, o en la producción de bienes o servicios culturales. Por último, cabe señalar que, si el resultado de la gestión cultural es la pérdida de valor cultural, independientemente de lo que suceda con el valor económico, estaríamos ante el caso de una mala gestión cultural.
Hector Schargorodsky.
Dr. en Administración UBA. Administrador Gubernamental, Director de la Maestría en administración de organizaciones del sector cultural y creativo, FCE-UBA y del Observatorio Cultural de la misma facultad. Contacto: admartes@econ.uba.ar