Con el desarrollo del movimiento constitucional moderno a finales del siglo XVIII, comenzó a gestarse la concepción que en el siglo XX alcanzó su expansión y el surgimiento de las sociedades de gestión colectiva, como método para recaudar y repartir los beneficios provenientes de los derechos patrimoniales que constituyen sólo un aspecto de este derecho.
El cambio de era que implica el mundo digital, los nuevos mecanismos de creación, reproducción y difusión de obras que las nuevas tecnologías nos brindan, obligan también a replantearse esta regulación jurídica y sus modos de protección.
Nunca como en la actualidad la humanidad tuvo la posibilidad de acceso al conocimiento y la cultura que hoy goza. Esto hace que la protección del derecho de autor deba armonizarse con derechos humanos reconocidos en constituciones nacionales y pactos internacionales, como el derecho de acceso a la cultura y a la educación que el Pacto de Derechos Económicos Sociales y Culturales de Naciones Unidas reconoce en su art. 15. Este pacto goza de jerarquía constitucional en nuestro derecho, porque así lo dispuso el constituyente en la reforma de 1994, al incorporar el artículo 75 inciso 22 a la Constitución Nacional.
Según explica Gerardo Filipelli (“Los derechos de autor y la circulación de obras protegidas”, en “Cultura en un mundo global”, Errepar, Argentina, 2011, publicación dirigida por José Miguel Onaindia) podemos afirmar que el derecho de autor es la protección jurídica que se le otorga al creador de una obra intelectual de cualquier género y comprende dos categorías esenciales de derechos: los morales y los patrimoniales.
Es una protección compleja que abarca derechos subjetivos y derechos de índole económica, que no reciben igual tratamiento en la legislación internacional y nacional que los regula ni tienen igual jerarquía normativa.
Aquellos que denominamos “derechos morales “se caracterizan por ser personalísimos, perpetuos, inalienables (inembargables, inejecutables), imprescriptibles e irrenunciables.
Como afirmé precedentemente, estos derechos son personalísimos e integran los múltiples aspectos de la libertad de expresión, que no sólo es política y religiosa, sino que alcanza a todas las formas de manifestación humana y al inviolable derecho individual de hacerla pública o guardarla en su esfera de intimidad. También de elegir la temática, la estética y el formato de producción de cada obra creada.
Los derechos patrimoniales, como su nombre lo indica, son aquellos que tienen contenido económico y que surgen del reconocimiento al autor de obtener beneficios por la explotación de la obra de su creación. Se trata de derechos temporales, transferibles y renunciables, que no tienen el mismo rango de protección que los derechos morales.
Las leyes otorgan un plazo de protección limitado a estos derechos patrimoniales, que cada país establece y que fue en aumento desde las primeras legislaciones hasta la actualidad. La ley argentina Nro. 11.723 fue dictada en 1933 y tenía un plazo genérico de protección de 20 años, que con el transcurso del tiempo fue aumentando hasta llegar a 70 años.
El Convenio de Berna establece un plazo mínimo de protección de 50 años después de la muerte del autor, pero en las legislaciones nacionales predomina el plazo de 70 años. Este es un plazo general, ya que hay plazos especiales para algunos tipos de obras, generalmente menores.
Los derechos patrimoniales tienen ciertos límites en función de su interés social y cultural. Estas limitaciones son conocidas con el nombre de “excepciones al derecho de autor”. Son restricciones del derecho exclusivo y absoluto del autor sobre la explotación de su obra, basadas en el interés que tiene la comunidad de acceder al conocimiento y la información. Mediante ellas se puede hacer uso libre de la obra, en algunos casos en forma gratuita y en otras retribuyendo a los titulares del derecho de autor. Internacionalmente, según el Acuerdo de Derecho de la Propiedad Intelectual en el Comercio (ADPIC) y el Convenio de Berna, se admiten estás excepciones en tanto sea en “determinados casos especiales, que no atenten contra la explotación normal de la obra ni causen un perjuicio injustificado a los intereses legítimos del titular de los derechos”. Las principales excepciones admitidas en las legislaciones son las citas y reseñas, las parodias, la copia privada, las noticias de interés general.
La extensión del plazo de protección después de la muerte del autor es el que abre una zona de mayor debate en la actualidad porque resulta un verdadero impedimento para la circulación y difusión de la obra y otorga en muchos casos un derecho a un heredero desinteresado en la difusión de la misma, que más que proteger hace desaparecer el interés y la inclusión del autor y sus creaciones en el acervo cultural vivo de la comunidad.
Los derechos de autor suelen explotarse económicamente a través de contratos. Estos son acuerdos privados que regulan la relación entre las partes, imponen cuáles son los derechos y obligaciones, y establecen la retribución a favor de los creadores. Los contratos en el derecho de autor tienen determinados principios que sirven para interpretarlos. Entre los principales se encuentran el principio de interpretación restrictiva, por el cual todo derecho no cedido expresamente le corresponde solo al autor; el principio in dubio pro autoris, que establece que en caso de duda se esté a favor del autor; la presunción de onerosidad, que, salvo prueba en contrario, determina que los contratos deben tener una retribución a favor del autor; y el principio intuitu personae, por el cual las partes en el contrato no son reemplazables. Los principales contratos en el campo del derecho de autor son los de edición, de representación, de cesión, de producción de grabaciones sonoras, de realización de obras cinematográficas, de radiodifusión sonora, de teledifusión y el contrato de repertorio.
Los derechos conexos al derecho de autor son los que se conceden a los artistas intérpretes o ejecutantes, a los productores de fonogramas y a los organismos de radiodifusión, en relación con sus interpretaciones o ejecuciones, fonogramas y radiodifusiones, respectivamente. Según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), los derechos conexos se otorgan a los titulares que entran en la categoría de intermediarios en la producción, grabación o difusión de las obras. Su conexión con el derecho de autor se justifica habida cuenta de que las tres categorías de titulares de derechos conexos intervienen en el proceso de creación intelectual, por cuanto prestan asistencia a los autores en la divulgación de sus obras al público. Los músicos interpretan las obras musicales de los compositores; los actores interpretan papeles en las obras de teatro escritas por los dramaturgos; los productores de fonogramas (o, lo que es lo mismo, “la industria de la grabación”) graban y producen canciones y música escrita por autores y compositores, interpretada o cantada por artistas intérpretes o ejecutantes; y los organismos de radiodifusión difunden obras y fonogramas en sus emisoras.
Los derechos de los intérpretes han sido reconocidos en la legislación argentina y extranjera, también gozan de protección jurídica e intentan mediar entre las empresas comerciales que producen y comercializan las obras y los derechos de quienes intervienen en este proceso de producción.
Si bien ha sufrido modificaciones en el transcurso del tiempo, ya sea de carácter legislativo o por la ratificación por nuestro Estado de tratados o convenios internacionales, la ley madre que regula el derecho de autor en Argentina es la 11.723, que data de 1933. Por consiguiente, por razones cronológicas es una ley pre-informática, que no contempla el impacto que las nuevas tecnologías producen tanto en la creación como en la difusión de las obras. También es anterior a la formulación teórica y práctica de derechos humanos de índole colectiva (acceso a la educación y a la cultura, goce de los bienes culturales tangibles e intangibles que integran el patrimonio cultural de la comunidad), que hoy es necesario combinar y armonizar con los aspectos económicos de los derechos de autor.
Para preservar lo que hemos llamado los “derechos patrimoniales” del derecho de autor, surgen las llamadas “sociedades de gestión colectiva”. Estas se originan en la dificultad que tienen los autores en obtener, fiscalizar y lograr la satisfacción de los resultados económicos de su obra y de lo que haya pactado en los contratos a los que hicimos previamente referencia.
Es tan inimaginable que los autores de obras musicales autoricen a todas las radios del mundo que quieran pasar su música, como que las propias radios puedan gestionar permisos con cada uno de los autores que quieren transmitir. Las sociedades de gestión administran en forma colectiva los derechos de los autores, autorizando el uso de obras, recaudando la retribución y distribuyéndola entre sus titulares. Habitualmente son asociaciones civiles sin ánimo de lucro compuestas por autores, quienes acuerdan en sus propios estatutos cómo gestionar sus derechos, y las formas de percepción y distribución de los beneficios. El objeto social es el de autorizar el uso de las obras; fijar los aranceles por cada uno de los usos autorizados; recaudar los derechos de autor, distribuirlos entre los titulares del derecho; formar y sensibilizar sobre aspectos vinculados al derecho de autor, controlar que no haya usos sin autorización; y defender los derechos de sus representados. Este tipo de sociedades suelen administrar los derechos sobre obras musicales, obras dramáticas y los derechos de reprografía en las obras literarias. Hay experiencias en distintos países de sociedades que administran todos los derechos de autor y otras que lo hacen según el tipo de obra. En algunos casos, hay una sola sociedad y en otros puede haber tantas como voluntad tengan los titulares del derecho de crearlas. La ventaja de la existencia de una sociedad es que la administración y la solicitud de licencias es más sencilla que cuando son una pluralidad. En los países donde las leyes lo establecen, también recaudan la remuneración por copia privada. También existen asociaciones que recaudan los derechos de los intérpretes y de los productores de fonogramas.
En Argentina fueron los compositores musicales los que lograron unirse y formar una sociedad de estas características. El proceso culminó con la sanción de la Ley 17.648, que otorgó a SADAIC la exclusividad de la gestión colectiva de los autores y compositores de música, convirtiéndola en la única entidad autorizada para percibir y distribuir los derechos generados en la utilización de obras musicales, sean estas nacionales o extranjeras; en este último caso, por imperio de los convenios de representación recíproca que se han suscripto con la totalidad de las asociaciones similares de otros países del mundo.
Luego se le otorgó reconocimiento mediante la ley 20.115 de 1973 a ARGENTORES para gestionar colectivamente los derechos de autor de dramaturgos, guionistas, coreógrafos y todos aquellos que crean obran para la representación escénica o la reproducción por algún mecanismos de fijación de imágenes.
Nuestra época necesariamente nos enfrenta a éste problema que debe ser analizado y pensado desde el campo cultural no solo a partir de la aplicación de las nuevas tecnologías, las tecnoculturas, y la digitalización, sino también a partir de cómo los individuos se relacionan con ellas, de qué forma acceden, cómo poder generar nuevos pensamientos, incentivar su desarrollo, y generar una mejor calidad de vida. Por lo tanto, es un imperativo de época pensar el derecho de autor y las sociedades gestión colectiva en esta nueva era de la vida humana y del desarrollo de nuevos derechos, nuevas obras de creación y mecanismos de circulación. La nueva regulación debe atender al interés colectivo, pues según el Preámbulo de nuestra Constitución Nacional un fin primordial del Estado es “promover el bienestar general” y a ese objetivo debe quedar subordinada la regulación de un derecho, que no es sólo individual sino que tiene una incidencia de enorme impacto en toda la comunidad porque permite a la población acceder al conocimiento en todas sus manifestaciones y mejorar la calidad de vida de toda la población.
Creo que este es el gran desafío de las democracias del siglo XXI y que hay que enfrentarlo sin pre conceptos ni intereses corporativos que prioricen el sector al bien de la comunidad.
Una sociedad moderna es inclusiva, porque en el marco de los tiempos que corren, contempla los sectores más vulnerables, los excluídos, los que a la luz de las tecnoculturas no logran insertarse y quedan en su sombra.